—¿Está bueno?
—¿Quieres probar?
—No, qué va. El tomate me perturba.
Ella deja el tenedor sobre la mesa. También le da repelús; está tibio y blandurrio. Las patatas no son terribles. Quizás demasiado saladas, pero no quiere poner pegas. Él ha tenido más suerte, casi no se nota lo rancio de la pasta. Siempre elige bien.
—¿Tienes hermanos?
—Dos. La pequeña no me habla.
—Qué putada.
—No, es una capulla.
Él ríe. Tiene los dientes limpios, rectos. Está bien afeitado, no se le notan las costillas…Es hasta guapo.
—¿Perros o gatos?
Él tarda en contestar. Gatos, por supuesto, acorde a su mirada. Tuvo algunos cuando era niño; no sobrevivieron. Ella lo mira, lo mira de verdad. Se escuchan gritos a lo lejos. Él parece ignorarlos. Es su turno de preguntar; la forma precaria que eligieron para no dejar morir la conversación.
—¿Qué harías en un apocalipsis zombie?
Silencio.
—¿De verdad?
—Sí. ¿Qué harías?
No hay malicia en su voz, ella lo sabe. Una vez se lo habían preguntado. En otro cita, en otro tiempo. Lo que contestes dice mucho de ti, dicen. Psicoanálisis barato. No recuerda qué dijo entonces. No recuerda casi nada ya.
—Yo qué sé. Lo mismo, supongo. Huir, disparar, vivir.
Él sacude la cabeza. Ella ya no tiene apetito.
—¿Y tú?
Termina la pasta. Mira al cielo.
—Quedar contigo, a lo mejor.
Ella sonríe, se sonroja. Se escuchan gritos a lo lejos. Ella decide ignorarlos.