Un jarrón con flores (segunda parte)

Llegamos a un portal olvidable en medio de un barrio que no recuerdo. No he empezado muy bien, vaya. Nos hallamos en la fachada de una vivienda de carácter humilde… Vale, ni que le esté comiendo la polla al profe de Literatura… El caso, que llegamos a la casa de la tal Josefina.

—Bueno, aquí estamos. Creo que era un séptimo…

Llamó al timbre.

—¿Diga?

—Yo.

La puerta se abrió mágicamente. Sigo sin entenderlo a día de hoy. Bueno, subimos los mil y pico pisos por la escalera, ya que el ascensor estaba en obras. Nos plantamos delante de la puerta, y suelta Neigel:

—Atento; así es como se llama a una puerta.

Y tocó tres veces con una suavidad exquisita. Casi lloro. La llamada más delicada, bonita, perfecta. No estoy de broma. Tuve escalofríos. Entonces aporreó la puerta y abrió la vieja.

—¿Quiénes sois? —exclamó la puta vieja. Eso es una referencia a La Celestina.

—Fina, soy yo —respondió Neigel. Eso es una referencia a Pimpinela.

—¡Ay, mi Neinei! —no es broma, dijo eso—. ¡Cómo te he echado de menos!

—Todo este tiempo, sí, yo también, muac muac, lo que sea, tenemos que hablar.

Y entró sin más, y claro, yo tuve que seguirle.

La escena que siguió fue algo lamentable. Intentaré ser tan fiel a la realidad como me sea posible, pero no prometo nada. Dijo Neigel:

—Fina —tócate los huevos—, sé que lo hemos pasado bien —recordemos que hablaba con una abuela—, pero tenemos que dejarlo.

—¿Qué? —me dio mucha pena la mujer, no voy a mentir.

—Lo que oyes —de mal gusto decirle eso a una mujer anciana y posiblemente sorda—. Siento que la química que teníamos, no sé, ha muerto —dobló la apuesta de hacer pullas de ancianos.

—Pero, ¿qué ha cambiado, Neinei?

Que su apodo cariñoso fuera un falso nombre japonés, algo un poco racista, me desconcentraba bastante.

—Todo ha cambiado. Necesito tiempo para mí mismo…

Le faltó decir que, por otro lado, a ella tampoco le quedaba mucho tiempo para sí misma. Lo hubiera dicho. No es broma.

—¡Ay, mi Neinei!

Voy a omitir toda esta parte, que me da repelús. Una vieja llorando por su ex no parece gran cosa, pero… Había que estar allí para entender el sentimiento crudo de asco visceral. Como si me hubieran meado encima.

Cuando salimos de allí, Neigel me invitó a unas copas. Era lo mínimo, ¿no? Uno no traumatiza a su colega y luego no le invita a unas copas. En fin, bebimos, tal, buen rollo… Se pone a hablar.

—Pues… Conocí a Fina en un club de boleros. ¿Sabes? —empezaba a estar más para allá que para acá— Al parecer, cerca de la copistería esa… La de Lutton, el drogadicto… Pues… Hay un club de jubilados, me colé y… Bueno, amor a primera vista… Madre mía, voy a vomitar en tu chaqueta.

Y vomitó en una chaqueta. Después, recordé de golpe.

—Neigel, ¿dónde está el jarrón?

Él se encendía un cigarrillo, aunque no fuma. ¿De dónde coño lo sacó…?

—¿Qué jarrón? Jeje, mira, soy Clint Eastwood —entrecerraba los ojos y se partía el culo posando como un vaquero tambaleante.

—El jarrón con flores amarillas.

—El jarrón con… Ya, sí. Ajá —le costó un minuto, pero pareció recobrar la sobriedad, y la seriedad, en un pestañeo—. Hostia puta, Flo, eres idiota, ¿dónde cojones está el puto jarrón? ¡Me voy a…! Madre mía, me cago en la puta, Flo…

Estuvo así un rato, luego se desmayó.

Salimos al frío. Llevaba yo su cigarrillo apagado, aunque tampoco fumo.

—Con eso pareces gilipollas.

Admito que parecía gilipollas. O alguien que nunca ha cogido un cigarrillo. Quién sabe qué parte es la que quema.

—Neigel…

Seguía frotándose el ojo morado.

—Qué.

—El jarrón.

Hubo un momento de cómico silencio.

—El puto jarrón.

Echamos a correr y llegamos a la casa de la vieja en dos minutos. Habían pasado varias horas desde que salimos de allí. Llamó. Nadie.

—Son las once de la noche. Esta señora se habrá ido a dormir a las siete.

—No conoces a Fina.

En ese momento lo supe: habían follado.

Bueno, en otras noticias, Neigel sabe forzar cerraduras. Nada nuevo bajo el sol. Así que, sorprendentemente, para sorpresa del público español, Neigel forzó la puerta. Subimos los no sé cuántos pisos a pie, o más bien yo a lomos de él. Nos plantamos delante del 7B y sorprendentemente, para sorpresa del público español, Neigel forzó la puerta. Registramos la casa de arriba abajo, pero ni rastro de la vieja ni del jarrón.

—¿Dónde se ha metido esta señora?

—Un respeto, que es mi ex.

—Pero si la has dejado tú. Hace menos de seis horas.

—¿Puedes parar? Lo tengo muy reciente…

Seguimos un rato poniendo la casa de la desaparecida patas arriba hasta que, sorprendentemente, para sorpresa del público español, Neigel no forzó ninguna puerta; encontró un cuaderno. Uno rarísimo, con unas anotaciones alienígenas, apuntes extraños… En fin, que lo obvió y siguió buscando. Entonces, encontró una carta sin abrir. Y aquí nos pusimos los pañales de niños grandes.

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